Ash: Una mutación estética sin concesiones
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Bienvenidxs a una nueva nota de Revista Sincericidio. Ash, película estadounidense de ciencia ficción y terror, escrita por Jonni Remmler, dirigida por Flying Lotus. La fue fotografía de Richard Bluck, la edición de Bryan Shaw, la música de Flying Lotus. Productoras Shudder, XYZ Films.
Por Daniel López Pacha
Reparto
Eiza González (Riya), Aaron Paul (Brion), Iko Uwais (Adhi), Beulah Koale (Kevin), Kate Elliott (Clarke), Flying Lotus (Davis).
Sinopsis
En lo profundo del cosmos, Riya, una astronauta de élite despierta abruptamente en una estación espacial olvidada, sin memoria de su llegada ni de los eventos recientes. Pronto descubre un escenario aterrador: los restos de su tripulación yacen a su alrededor, víctimas de una fuerza violenta y desconocida. Aislada, con recursos limitados y sin saber en quién confiar, Riya deberá desentrañar el misterio que envuelve a la estación mientras lucha por su supervivencia ante una amenaza que acecha en las sombras.
Del cosmos al cuerpo
El músico, productor y cineasta Flying Lotus, conocido por su radical experimentación en Kuso, vuelve a sumergirse en el terreno de lo grotesco. Esta vez, su nueva obra Ash propone un viaje que combina lo cósmico y lo carnal en un escenario desolado, donde la percepción y la biología empiezan a quebrarse. En un entorno aislado y hostil, los personajes ya no pueden confiar ni siquiera en sus propios cuerpos, y la mente se convierte en otro territorio en disputa.
Bajo una premisa en apariencia sencilla, Flying Lotus despliega un juego perverso de capas ocultas. Un hallazgo en una remota base lunar desencadena una cadena de mutaciones físicas y psicológicas que arrasa con la identidad de sus protagonistas. La protagonista no solo debe enfrentar una amenaza exterior: también debe enfrentarse al horror de su propia transformación interna. Lejos de cualquier fórmula de thriller espacial convencional, Ash apuesta por un descenso estilizado hacia una pesadilla donde la moralidad y la biología se entrelazan hasta volverse indistinguibles.

Un horror que se siente en la piel
La verdadera perturbación de Ash no radica tanto en sus eventos explícitos como en la forma en que los obliga a ser vividos. Como si David Cronenberg dirigiera un episodio extendido de Love, Death + Robots mientras manipula sintetizadores y tejidos orgánicos, Flying Lotus convierte la exploración espacial en una expedición hacia lo íntimamente ajeno. No oculta su fascinación por la imagen aberrante ni por un ritmo errático, casi febril, que sumerge al espectador en un trance de repulsión y extrañeza.
La narrativa fragmentada, obsesiva y de tintes oníricos se sostiene en un diseño de producción que brilla en su suciedad. Los interiores clínicos de la base lunar, progresivamente invadidos por elementos orgánicos y viscosos, provocan una sensación de contaminación progresiva. En este mundo corrupto, la música —compuesta también por Flying Lotus— no acompaña: actúa como un parásito sonoro, un organismo invisible que respira acecha y se fusiona con cada plano.
Una experiencia sensorial más allá del relato
La fotografía de Ash hilvana atmósferas de melancolía Tarkovskiana con estallidos lisérgicos que evocan tanto a H.R. Giger como al surrealismo visceral de Alejandro Jodorowsky. Aquí, la experiencia sensorial pesa más que la progresión narrativa. Las actuaciones, especialmente la de una Eiza González irreconocible en su entrega física y emocional, refuerzan esa deriva sensorial que lleva al espectador del desconcierto inicial a una fusión final con lo desconocido.

Ya en su segunda mitad, Ash se abandona definitivamente al delirio. El cuerpo y el paisaje comienzan a fundirse, y con ellos, el mismo argumento se disuelve en una secuencia de visiones que parecen salidas de la mente de un biotecnólogo atrapado en un mal viaje psicodélico. Si en Kuso Flying Lotus apostaba por el asco y la provocación explícita, aquí elige un tratamiento más elegante pero igual de incómodo: la incomodidad del cuerpo en transformación, la incomodidad de lo inevitable.
El eco de otras mutaciones cinematográficas
A pesar de su evidente modestia de recursos, Ash despliega un uso magistral del color y la textura, recordando las paletas sobrenaturales de Lucio Fulci. La banda sonora electrónica, pulsante y opresiva, suena como si hubiera viajado desde los sintetizadores primitivos de los ochenta hasta un futuro colapsado. Sin embargo, esa misma precisión técnica hace que resalten las carencias: los personajes y sus conflictos son apenas esbozos, siluetas al servicio de una atmósfera más que de un relato.
Hay resonancias de Under the Skin o de Possessor en su ADN, pero Flying Lotus imprime su marca personal: la fractura corporal, el zumbido alienígena constante, el desasosiego que brota desde adentro. Ash se siente más como una instalación sensorial que como una película convencional. Lo que importa no es el qué, sino el cómo: la sensación de invasión progresiva, la mutación inevitable que corrompe hasta la percepción.

Conclusión
Ash es, en esencia, una parábola enfermiza sobre identidad, deseo y disolución del yo en lo alienígena. Una obra incómoda, física y profundamente sensorial, que se planta como un lunar oscuro e infeccioso en el mapa del cine contemporáneo. Flying Lotus reafirma su compromiso con una estética sin concesiones: el uso del sonido como ente narrativo invasivo, una fotografía que mezcla el asco con la belleza, y una Eiza González entregada en cuerpo y alma a la deformación emocional. Más que una película, Ash es una experiencia de contagio: quien entra, no sale indemne.
Disponible: Prime Video